sábado, 22 de enero de 2011

Sierra Nevada

El carpe diem y yo siempre hemos batallado.  A veces brota desde lo profundo de mi ser una practicabilidad demasiado potente para que viva el momento a su máximo.  Así fue hace una semana, cuando por una invitación espontánea y que quizá no se repita, me encontré en la preciosa Sierra Nevada.  Los dueños de nuestro piso también lo son de un condominio en los picos de Granada, y nos invitaron a un fin de semana en la nieve.

Confieso lo extraño de volver a ver la nieve en el sur de España, en vez de en la tundra del Medio Oeste de Estados Unidos.  Pero lo más absurdo fue batallarme el deseo de conseguir unas lecciones de esquí.  Lo práctico de mi psique se fijaba en el coste, mientras lo aventurero ya formulaba la manera de contar las potenciales buenas.  Al final, ninguno de los dos triunfó, puesto que había vacilado tanto que, al llegar a los comienzos de las rutas por la telecabina, ya era demasiado tarde contratar a los instructores.  Hubiera tenido que bajar a la plaza baja para alquilar el equipo y volver a subir con ello.  En fin, a quien madruga, Dios le ayuda.

No obstante, no ha sido del todo una pérdida de una oportunidad.  Mucho menos, lo he pasado genial con mi linda Jamie.  Como campeona y sin quejarse ni pío de la larga caminata hacia la plaza baja, me acompañó a todas partes accesibles para los peatones no-esquiadores.  Así se me abrió la vista hacia lo vasto que nos rodeaba, igual que a lo que nos espera en el parentesco.

Algún día cercano le contaremos a nuestro hijo las aventuras nuestras.  Algunas serán favoritas suyas tanto por su riesgo como su misterio, mientras otras le entretendrán por su comedia o sus lecciones.  Pero sobre todo, quiero que nuestra historia le comunique una constante victoria sobre las sierras de duda, de miedo, de oportunidades perdidas y ganadas.  En fin, quiero que de nosotros aprenda a vivir.

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