martes, 31 de mayo de 2011

Un Hijo, Una Educación

Había unos momentos en que no lo reconocía.  Me turbaba su cabeza puntiaguda, casi Maya, y me confundían las arrugas en las que se perdía su rostro.  Pero al observar que al cogerlo siempre se torcía el torso con el culo subido hacia la derecha, se me confirmó que este pequeñín era el mismo que así le incomodaba el costado de su madre y que a su padre se dio a conocer por fuera.  Y así como hundirme en los cojines del sofá más cómodo del mundo, me empezó a sentar de maravilla la bella responsabilidad que dormía a ratos sobre mi pecho.

El conflicto surgió al tener que dejarlo para proveer de sus necesidades.  He aquí la tormenta de haberme acariñado de la piel floja que antes me engañaba.  En fin, su continua salud contaba con montones de papeleo llenado tras múltiples conversaciones con personal de varias especialidades, y sólo mediante cumplir con ello tenía oportunidad alguna yo de proveerle al peque.  La alimentación aún no me correspondía.

Terminado un lindo fin de semana feriado que pasé observándole largamente a mi hijo, era hora de poner en marcha lo antes mencionado.  Tanto como me sentía novicio ante la tarea de criar a un hijo, igual me sentía de primerizo necio al indagar los trámites para los recién nacidos.  Parece que para darle de alta en el sistema sanitario a un nuevo humano, primero hay que verificar que en verdad existe y a quien pertenece.  ¡Vaya, novedad!  Tal descubrimiento me llevaría (¡a pie!) dos veces al Seguro Social, dos veces al centro de salud que nos corresponde, una vez (dos si se incluye el equivocarme de puerta) al Registro Civil, y una vez al hospital para recoger unos datos de la pediatra.  Pero lejos de quejarme (y de mi lecho del que partí casi por la madrugada para que Dios me ayudara), gocé mucho del trayecto.  Todo el mundo me atendió de lujo, menos, tal vez, el agente o soñoliento o aburrido de su puesto en 'nacimientos' que hablaba con más gestos que palabras.

Cumplidas las tareas, ya era hora de ingerir los primeros alimentos del día y sentarme por primera vez en horas.  Lo hice con una satisfacción tanto alimenticia como paterna en la cafetería del hospital, la última parada de la aventura.  Devoré un bocadillo de jamón serrano y un yogur del local, acompañados de una manzana que conseguí gratuitamente en la mesa del Día del Fumador.  Pero el aplazamiento no duró, pues me acordé que no había comido en todo el día justamente por falta de alimento en la casa.  Ahora me tocaba la última tarea por la calle: pasar por el supermercado.  Y de frente volví al papel de proveedor del que ya jamás me separo (y del que nunca ni me quiero alejar).

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